Nunha Guía de Galicia de 1883, CESÁREO RIVERA xa intuía as montañas de Avión como destino turístico, aínda que atopaba certas particularidades, que poderiamos chamar “señoriais” en pleno século XIX, na penosa vida dos humildes habitantes, diariamente sumidos nos seus traballos cotiáns mentres os poderosos caciques impoñían as leis que máis lles conviñan:
“Si el viajero que huyendo de los calores estivales del Centro y del Mediodía de España, arribase a esta tierra de Galicia y contemplase el Océano, ora irritado rompiendo sus cordilleras de cristal en los peñascos de la costa, ora sumiso besando perezosamente las márgenes de estas rías, más bellas y apacibles que aquellas de la Jonia celebradas por inmortales líricos; y luego se internase en el país, y a pocas leguas, se hubiese encontrado en alguna de estas escondidas y poéticas montañas, llenas de encantadores accidentes, convendría sin duda con nosotros en que no hay país alguno en donde la naturaleza se ostente con más variedad y más caprichos: parécese a ingeniosa coqueta que tuvo la humorada de elegir un breve espacio de esta región, en que mostrar todas sus interesantes seducciones, ya ataviada, ya descompuesta, buscando siempre en el contraste su artística originalidad.
Recomendamos al viajero las montañas de Avión, como uno de los más característicos lugares del interior de Galicia. Hay, sin duda, muchos otros no menos interesantes, pero la carencia de vías de comunicación y la distancia a que se encuentran de los grandes centros habitados, harán que por mucho tiempo permanezcan inmerecidamente a la sombra del árbol del olvido.
Son muy abundantes en estas montañas los jabalíes, los corzos, el gato montés, la zorra, las perdices, codornices, chochas, etc., tanto, que solamente en el reducido espacio de la parroquia de Cortegazas se han matado en el invierno último once jabalíes; de suerte, que una excursión a estos lugares, puede tener, además de la novedad que la naturaleza ofrece, los encantos de una fiesta cinegética. Y por cierto que frecuentemente vienen a estos parajes con tal objeto, los oficiales de las escuadras inglesas que visitan el puerto de Vigo.
Desde este punto al ayuntamiento de Avión hay unos 40 km.: distancia geográfica, se entiende. El viaje se hace por ferrocarril hasta Ribadavia (100 km.), y luego a caballo o a pie (20 km.)
(…) Más interesante aún, si cabe, es el trayecto entre Ribadavia y Avión. El camino en su comienzo está simétricamente empedrado y tiene todos los signos de una vía militar romana.
(…) una vez traspuesta la pintoresca aldea de San Justo, surge de improviso, en medio de extenso valle, una montaña cónica de traza geométrica, en cuya cima se ve un hermoso castro con foso, contrafoso y parapeto de piedras menudas y tierra. En el interior del recinto, cuyo perímetro es de 150 a 180 metros, hay algunas rocas, en una de las cuales hemos podido observar con todos sus caracteres el monumento céltico que los arqueólogos llaman altar natural.
En el centro del castro sorprende una estatua de piedra, borrosa, carcomida y desfigurada por el musgo y la humedad, de apariencia bizantina y de altura de un metro, estatua que, según los supersticiosos montañeses es la efigie de San Salvador, encontrada en una de las frecuentes excavaciones que practicaron en el castro en busca del imaginario tesoro. La situación del castro (que domina en redondo a las comarcas de Abelenda, Amiudal y San Justo, y a los burgos de Pascais, Beresmo, San Vicente, Cendones, Alén y Barroso), así como la forma, los materiales de la construcción, etc., inducen a creer que en este lugar ha existido una de aquellas fortalezas primitivas en que los valerosos celtas se refugiaban y defendían de los romanos invasores.
Véase cómo la montaña de Avión tiene importancia histórica y arqueológica, por cierto que, completamente ignorada, toda vez que estas líneas son -a lo que creemos- la primera noticia que se publica de tan curiosos monumentos.
Una vez en la cima del castro, el panorama que se desarrolla ante la vista es extraño y magnífico: (…) la soberbia sierra del Suido, en cuyas estribaciones se ven los pueblecillos de Amiudal y Abelenda, en medio de risueños plantíos que riega el Avia. (…) el agudo pico de Pena Corneira que se distingue en los días claros desde la Sierra de San Mamed, a 70 km. de distancia; (…) el sombrío y majestuoso monte Faro de Avión, muy abundante en caza, y cuya altura sobre el nivel del mar excede de 5.000 pies; y por último, (…) las montañas del Carballino y una serie de accidentes montuosos en tales lejanías que hacen imposible el cálculo de las distancias.
Un inconveniente encuentra desde luego el expedicionario en estos lugares, y es la falta de hospedaje. Se hace necesario, por lo tanto, ir bien provisto; no obstante, los señores curas de estas feligresías que, por lo general ocupan cómodas viviendas, ofrecen al viajero una franca e hidalga hospitalidad.
Al tratar de la comarca de Avión, que hemos elegido por la identidad que tiene con la mayor parte de las del interior de Galicia, no ha de ser tal vez suficiente para el lector ilustrado la descripción del país en su parte puramente física; por eso apuntaremos someramente algunos datos que puedan contribuir al conocimiento del estado social de estos pueblos.
La feligresía de Amiudal, que nos servirá de tipo, se extiende en una feraz ladera del Suido. Al observar tanto terreno en producción, se comprende que el país es rico y pingüe. Pero al penetrar en una de las sencillas viviendas de los montañeses, aun en la del mejor cosechero, se advierte penosamente en la sombría miseria que denota toda la estancia. El lecho es una tarima que no ha tenido jamás relaciones con las sábanas; la comida consiste en un pedazo de pan de maíz, negro y duro, y en una taza de caldo con patatas y berza; allí se ven niños linfáticos y harapientos que miran con ojos adonde se asoma la expresión del hambre y se percibe en fin la pesada emoción de un espectáculo cuya contemplación se abrevia, por ahuyentar las tristes reflexiones a que induce.
He aquí la causa de la miseria de un país tan rico: el reducido terreno de la feligresía de Amiudal, produce al año, si la cosecha es buena, unos cien mil reales. Pues bien, la contribución territorial asciende a la suma de 32.000 rs., a 9.000 la de consumos, y con el impuesto de la sal y las cédulas personales llega a 50.000 rs. el importe de las cargas… ¿En qué tratado de rentística, en qué preceptos de economía, en qué derecho, en qué principios de equidad, en qué leyes, en qué país civilizado puede verse que cualquiera de las materias imponibles devengue al Estado el 50 por 100?… ¡Ah señores ministros de Hacienda, Dios está muerto sin duda, como decía Gerardo de Nerval!
Hay más; hay una hidra que aprieta y exprime a estos pobres labradores, vampiro y serpiente a un tiempo: la administración de justicia. Se ha hecho aquí vulgar y se tiene por seguro -puesto que se comprueba por un sin número de casos- que toda cuestión en que los inferiores encargados de administrar justicia interrogan, ha de resolverse en favor del contendiente más rico o de aquel que más dinero apreste para ganar la partida.
Acontece con frecuencia que antes de caer en las garras de la curia, sométense los asuntos a juicio del abad de la parroquia; y más de una vez hemos presenciado una sencilla escena de los tiempos patriarcales, viendo como dirimía la cuestión, con un espíritu conciliador y un recto sentido de la equidad, el señor abad de Amiudal, D. Francisco Camiña.
Sería interminable la enumeración de las plagas que pesan sobre estas pobres gentes: hay una, la más terrible, odiosa e infame que es posible imaginar: el caciquismo. ¡Ay de aquel que contraríe al cacique! Habrá puesto el pie en un plano inclinado de superficie escurridiza, y resbalará hasta dar en la ruina o en el presidio. No son creíbles los brutales atropellos, las injusticias irritantes, los desvergonzados manejos de que el cacique, nuevo señor de horca y cuchillo, ha hecho víctima a los habitantes de estos miserables burgos. Aquella fascinación terrorífica, aquel poder atrayente que tienen los ojos de la culebra, no parece sino que fue comunicado al cacique, por obra y gracia de la viciosa política española, para hacer sucumbir al humilde, al sumiso montañés. Así no es extraño observar en muchos lugares del interior de Galicia, como en el último tercio del siglo XIX se reproducen descarada e impunemente las violencias feudales.
¡Ah! Los pueblos que conservan hoy tales hábitos de servidumbre y soportan con resignación tan monstruosas injusticias, tal vez son dignos de su suerte.
Sí, por cierto. Al reparar alguna vez en los inmerecidos infortunios y en la atlética musculatura de estos hombres, hechos en el yunque de las privaciones y los trabajos, asombra verdaderamente que en los campos no hubiesen surgido ya cien tempestades, cuyos ímpetus -ejecutores de la más grande de las justicias- derribasen este edificio social, endeble y caduco.
(CESÁREO RIVERA. Guía de Galicia. 1883)